Edificios y calles cargados de memoria: el Desfile de la Victoria

Doscientos mil soldados. Dos mil cañones. Seiscientos aviones. Ciento quince batallones. Quinientas motos. Doscientos veinte tanques y carros blindados. Estas son algunas de las cifras del Desfile de la Victoria que se celebró en el Paseo de la Castellana unas pocas semana después del final oficial de la Guerra Civil, el 19 de mayo de 1939.
Las marchas duraron más de cinco horas y suponen el ritual armamentístico más grande de la historia de España. Un despliegue que tenía como objetivo la celebración del final de la guerra pero que, más bien, suponía una demostración de fuerza en la ciudad que se les había resistido durante tres años de asedio. De alguna manera, el ritual pretendía instaurar una cultura de la victoria encarnada en la figura del dictador Franco y que debía devolver la capitalidad del país a la ciudad de Madrid, gran foco anti-fascista y que encarnaba el odio de todo el estamento militar nacional.
El martirio de Madrid es la acusación más grave que pueda formularse contra los dirigentes rojos, que batidos, derrotados en todas las batallas, vencidos sin remedio, sacrificaron la capital inútilmente, haciendo escudo de la población no combatiente y entregándola maniatada a los métodos perversos del comunismo ruso.
Discurso pronunciado por Francisco Franco durante el Desfile de la Victoria.
Por supuesto, el marco urbano jugó un papel crucial y no se escatimó ningún recurso en su celebración. Todos los escaparates debían tener retratos de Franco y carteles con los lemas “Franco, Franco, Franco, Arriba España”, “Gloria al Caudillo”, “España, Una, Grande y Libre” o “Por la Patria, el Pan y la Justicia”. Las fachadas de los principales edificios culturales -teatros, cines y cafés- fueron vestidos con las fotografías de Franco y Primo de Rivera, banderas españolas y del movimiento. Se colgaron más de cien mil banderas, veinte kilómetros de cintas rojigualdas e, incluso, se ordenó a la población que se acogiese gratuitamente a los jefes y oficiales que iban a participar del desfile, tras la falta de ofrecimientos voluntarios.

También se cambiaron los nombres de las calles. Por ejemplo, el Paseo de la Castellana que en ese momento se llamaba Avenida de la Unión Proletaria, se renombró como Avenida del Generalísimo o el Paseo de Recoletos como el Paseo de Calvo Sotelo. Los espacios urbanos de la capital no debían ser tomados como neutrales y tenían que tener un papel predominante en la celebración del evento, ser un elemento fundamental de comunicación. El recorrido del dictador Franco emulaba, según la oficina de prensa “el ritual observado cuando Alfonso VI, acompañado por el Cid, tomó Toledo en la Edad Media” y el de las tropas abarcaría el paseo del Prado, Recoletos y la Castellana, evitando lo que Falange consideraba los espacios urbanos infectos del casticismo madrileño: el centro histórico y la Gran Vía.
La arquitectura también participó activamente de la construcción del mensaje de victoria y encumbramiento del dictador ya que la propia tribuna de Franco seguía la tipología del arco de triunfo romano, en cuyo medio colgaba un tapiz con el águila de San Juan coronado por la palabra “VICTORIA”, arropado en sus pilares laterales por las repetición del lema triple “FRANCO”, casi como una imitación del ya entonces famoso lema fascista “Duce, Duce, Duce”. Esta arquitectura efímera construida para la ocasión estaba colmatada de simbología como los pendones de Lepanto, del Gran Capitán, de las Navas, del Cid Campeador, de los Reyes Católicos, de Fernando II el Santo y de tantas otras heroicidades que pretendían asociar de la manera más básica, directa y literal al dictador con estos episodios de la historia, a la vez que reforzar la idea de un poder inquebrantable y arraigado en la historia del país que continuaba ahora en las manos de Francisco Franco. Pero la tribuna no era el único elemento que se construyó ex profeso para el desfile sino que el recorrido se llenó de tribunas secundarias, monolitos, pedestales para emblemas, mochetas, columnas y pilonos en donde seguir colgando los símbolos del bando ganador y sus referentes o pretensiones de conexión con el pasado. Este tipo de estrategias imitaba los rituales ya ensayados en Alemania e Italia y que tanto estética como teatralmente rememoraba las ceremonias triunfales romanas de los emperadores que unían en un único evento religión, política y ejército. Aunque estos elementos arquitectónicos estaban construidos con materiales baratos y pensados para ser desmontados, cabe destacar que su objetivo era transformar el espacio urbano de Madrid durante unas horas para convertirlo en la capital de un imperio, al más puro estilo hollywoodiense; porque no vale cualquier arquitectura como fondo del mensaje franquista, hay que construirlo y para ello se creó un equipo de trabajo específico: el Departamento de Plástica. Este grupo se dedicaba a proyectar todo lo relacionado con la arquitectura de propaganda del régimen: “modelar efectos con grandes masas de hombres, unidos, enmarcados, sometidos a disciplinas fuertes de buen grado, ilusionados por un ideal de grandeza, apretados contra el peligro, conscientes y solemnes de la expresión plástica de su formación indestructible como cartel contra las falsas teorías demoledoras de pueblos débiles y desunidos […]. Nace un arte que es coreografía, liturgia religiosa, arquitectura, y poesía a un tiempo”. De nuevo nos encontramos ante la evidencia de que la arquitectura no es neutral.

A partir del Desfile de la Victoria, cada año se volvió a celebrar el evento de manera ininterrumpida hasta 1976 y se declaró día festivo. Esta repetición constante de un ritual asociado al espacio urbano hace que la memoria trabaje de una manera más profunda, asociando de manera inequívoca espacio -donde se realiza el evento- y tiempo -el día pero también la idea del evento-. La repetición crea un tiempo cíclico que va cargando de recuerdos los edificios, calles y plazas en la memoria de sus habitantes, intentando coser símbolos, valores e ideas con emociones, espacios y épocas. Así, el poder se establece de una forma más compleja ya que los edificios y las personas no son capaces de deshacerse de esos mensajes que no tienen una materialización formal -que se pueda demoler, borrar o tapar- sino que se encuentran en la propia carga afectiva del lugar.

El régimen franquista, al igual que la mayoría de los gobiernos dictatoriales, fue extremadamente fructífero y promiscuo en el uso del ritual y la escenografía para reforzar su legitimidad y poder mediante las reuniones multitudinarias y los eventos de masas: los discursos de Franco desde el Palacio Real o su propio funeral no son más que ejemplos de cómo los poderosos intentan asociar su poder a arquitecturas que simbolicen la legitimidad y la autoridad para poder hacerlo. Sobre todo, Franco y sus arquitectos entendieron perfectamente cómo todos los espacios y arquitecturas están marcados por las cosas que han acontecido en ellos y se perpetúan en la memoria del lugar, no sólo a través de sus nombres sino de su carga afectiva e, incluso, la propia configuración espacial, la huella geométrica, que dejó.